Señor Jesucristo,

 

Había un trozo de cenizas existenciales en la espalda de una flecha,

me consumía las uñas y la península de mis entrañas, hacia el sur de un sol en ruinas.

Mas tú, apareciste frotando en mi hombro esquirlas fundidas en la tierra tumba de lejanías,

y se volcaron sombras y ventanas,

mendrugos de pan, en charcos de cruces invertidas tras una perdiz muerta en sus lenguas.

Insanidad de un grupo de caídos bajo el número de tus edades…

Vector de tu sangre, astillada de victorias, desde antes de la fundación de las voluntades.

Ahora huye el enemigo al lago de sus arbitrariedades,

su frio es un abismo en la perversidad de su fracaso.

Ya tengo nuevos abecedarios en mi mente fruncida.

Empuño una guerra entre los postes de mi alma,

mi boca está afilada por el pan de Padre,

y la victoria es un salmo puro en alabanzas, por su lugar indómito en la eternidad.